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lunes, 19 de octubre de 2009

¿Existe el destino?


Por primera vez, a lo largo de la que había sido una vida victoriosa Jupei, el gran general mongol, estaba desconcertado. La preocupación se había adueñado de él y podía sentir su angustia en el agitado palpitar de la sangre que corría por sus ya vetustas venas. Sabía perfectamente, pues así se lo habían enseñado en su férrea educación, que un hombre debe siempre mantener la entereza, la frialdad en su pensamiento y la suficiente tranquilidad en su espíritu para tomar una decisión. Sabía también que el miedo y la desesperación no podían conducirle a nada positivo. Pero el problema parecía demasiado grande para arrinconar a esas fuerzas negativas que se esconden en la mente humana e impiden razonar correctamente.

Era mucho lo que estaba en juego, demasiado para que todo quedase en manos de un solo hombre. A dos días de camino se encontraba el ejército enemigo, un ejército numeroso y sanguinario, dotado de esa ferocidad que las estepas del Gobi confieren a los hombres que las habitan. Salir a su encuentro y luchar en proporción desfavorable de 10 a 1 era una locura. Esperar al enemigo en el poblado, arriesgándose a ser sitiados, y ver a los niños y las mujeres morir lentamente de hambre y sed, era un suicidio. Muchas vidas estaban en juego.

Finalmente, Jupei se levantó de su trono de jade con incrustaciones de esmeraldas y mandó reunir a todas sus fuerzas ante sí. En breve tenía formados ante él a un ejército que había vivido mil batallas pero que, tal vez ahora, se enfrentaba a la última. Tras pasar revista a sus tropas para conocer la fuerza con que contaba, ordenó a las mismas la ascensión al monte Or Xei para orar y buscar la paz interior dentro del milenario templo budista que se alzaba en su cima. Tras dos horas de caminar por pedregosos caminos, llegaron al templo donde fueron recibidos por un monje de aspecto tan vetusto como los muros en que habitaba. Le bastó a este una sola mirada a Jupei para comprender cual era la razón por la cual el que había sido considerado el ejército más poderoso de la tierra, estaba ahora en ese reducto de paz. Se abrieron las puertas del templo y los soldados fueron entrando de uno para orar, reconocer su mal y pedir mejor suerte en una próxima reencarnación que empezaban a ver como cercana. Lentamente los guerreros fueron saliendo del templo, más reconfortados y aceptando el papel que el cielo y el destino les tuviera reservado.

Estaban ya todo preparado para la partida cuando desde lo alto de la torre se escuchó la voz del viejo monje: -escuchad- dijo con una voz clara y fuerte impensable a su edad - vuestra vida no es vuestra ni vuestra muerte tampoco, todo es de un Ser mucho mas fuerte que vosotros y vosotros lo sabéis, y por ello no teméis pues la inquietud es solo debida a la ignorancia. Pues bien, ahora voy a mostraros que os deparará el destino. En mi mano tengo una moneda de oro- dijo levantando su brazo derecho y mostrando a todos un círculo de oro que lanzaba destellos desde la torre- representa el disco sagrado de Or Xei. En una de sus caras está gravado el rostro Santo del Iluminado, de Amida Buda, como símbolo de la perfección del Cielo; en la otra está representada esta tierra dura e inhóspita, símbolo de la imperfección del mundo. Ahora lanzaré al suelo desde la torre esta moneda, si el rostro de Amida Buda mira hacia el sol, gozaréis de su protección y venceréis; pero si su Santo Rostro besa el polvo de la tierra, pronto en tierra os convertiréis vosotros.-

Tras decir estas palabras arrojó la moneda y se retiró en silencio.

Jupei ordenó entonces a su ejercito desfilar en hilera por el lugar en que había caído la moneda para que todos pudiesen ver el resultado de lo que el destino les tenía reservado. Los hombres pasaban en silencio frente al circulo de oro, parecía que aquello era una comunicación personal entre el cielo y ellos, algo diferente al grupo que formaban y por eso no se oían comentarios entre la tropa. Finalmente le llegó el turno a Jupei, y al mirar la moneda parecía como si los ojos del Buda fuera quienes estuvieran mirando a los suyos y no al contrario.

- Prepararlo todo inmediatamente – ordenó con voz firme a sus lugartenientes – antes de mañana al anochecer quiero cruzar el Huang Ho -

Una semana después, el ejército de Jupei regresaba victorioso a su poblado: la fe en la victoria, su espíritu de lucha, su afán guerrero, habían conseguido lo imposible. Todos parecían felices, el clan estaba de nuevo a salvo, pero Jupei albergaba en su interior una pregunta que precisaba respuesta. Así, una tarde al atardecer, subió de nuevo al viejo monasterio.

El sol, ocultando su rostro y tiñendo el entorno de tonos rojizos, contribuía a dar al lugar un aspecto aún más espiritual. Cuando ya casi había llegado al templo se detuvo a mirar los alrededores que ahora veía de forma muy diferente a la última vez que la angustia le impulsó a subir allí; contemplaba la estepa, su estepa, y todo lo que ella representaba para él. En medio de estos pensamientos se dio cuenta que había alguien a su espalda; era el viejo monje, que al igual que la última vez había aparecido de forma casi mágica.

-¿Qué buscas? – preguntó secamente el religioso aunque sabía de sobras la respuesta

- ¿Existe el destino? ¿Puede conocerse? – fueron las preguntas de un Jupei cabizbajo y de temblorosa voz.

- Ja- sonrió el monje con un tono mucho mas compasivo – me pides respuestas a lo que ha buscado desde siempre la humanidad.

Finalmente habló el monje para decir:

-Confórmate tan solo con saber que la mayor fuerza del hombre no está en su espada, en su arco o en su oro, sino en su pensamiento y en la fe en si mismo, en el amor a Buda y en su plan de evolución para llegar a que todos seamos Iluminados. Y cuando logres saber que un hombre es y acaba siendo lo que piensa, entenderás que el destino está escrito..., pero lo escribes tú-

Y dicho esto extrajo de su túnica naranja la misma moneda de oro que la otra vez, solo que ahora, mostraba con total claridad el rostro de Buda por las dos caras.

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